miércoles, 30 de marzo de 2011

ACTIVIDADES A REALIZAR CON LOS CUENTOS.

1. Lee atentamente cada cuento.
2. Define aquellas palabras que no sepas su significado.
3. Identifica los elementos de la narración: narrador, personajes, tiempo, espacio y tema.
4. Escribe un comentario sobre los cuentos leídos.

CUENTO "CARNE QUEMADA" DE ROSA MONTERO (ESPAÑOLA)


La encontraba bien, incluso muy bien. Mejor que cuando estaban juntos. Se había puesto
lentillas. ¿Por qué demonios no usó lentillas antes, mientras vivieron juntos? Entonces
llevaba unas gafas redondas, gafitas de progre, que le sentaban bastante mal. Ahora Luisa
le estaba contemplando minuciosa y desapasionadamente con sus bonitos ojos, esos ojos
que tan bien se le veían gracias a las lentes de contacto.
—Estás igual— dijo al fin la mujer, dando por terminado el escrutinio. Y su tono frío y un poco
desdeñoso, daba a entender otro mensaje: no estás igual, pero te has ido deteriorando en
la manera que yo había previsto.
Andrés suspiró.
—Tú, por el contrario, has cambiado. Estás muy guapa.
—O sea, que antes, cuando estábamos juntos, me encontrabas horrible— respondió Luisa
con una crueldad innecesaria. Porque ella sabía bien que no fue así.
—Mujer, cómo eres...— se quejó él, sintiéndose torpe y demasiado pánfilo. Nunca había
sabido mantenerse a la altura de las bromas ácidas de Luisa.
La cafetería empezaba a llenarse con los empleados de las oficinas cercanas, vociferantes
grupos en busca del plato combinado del almuerzo. Tras la barra, los cuatro camareros
se afanaban con gesto tenso y preocupado: parecían soldados dispuestos a defender su
precaria posición ante el inminente asalto de una horda de enemigos hambrientos. Con el
barullo, los camareros debían de haber olvidado un filete que habían puesto en la parrilla: la
carne humeaba malamente y había empezado a arder por un costado.
—¿Cómo dices?— preguntó Andrés, elevando la voz por encima del ruido.
—Que puedes seguir quedándote con el apartamento. No hace falta que cambiemos el
contrato a tu nombre, porque te subirían la renta. Y también te puedes quedar con la nevera,
y con la tele, y con el video. Yo no lo necesito.
Claro que no lo necesitaba. Para eso tenía la casa, y la nevera, y la tele, y el video, y la cama,
y los brazos del otro. Y encima Luisa se creería que él le iba a dar las gracias. Le engañaba
y le abandonaba como a un perro y encima pretendía que él le diera las gracias por cederle
la mitad conyugal de un video viejo.
Gracias—dijo Andrés.
—No hay de qué, es lo lógico—contestó ella, repentinamente animada y con expresión
alegre.
Tan alegre que hacía daño mirarla. Andrés volvió el rostro. Al otro lado de la barra, el pedazo
de carne ardía ya abiertamente con grandes y chisporroteantes llamaradas.
—Mira, no se han dado cuenta y se les está abrasando ese filete—dijo Andrés con una
sonrisa. Le aliviaba haber encontrado una razón por la que sonreír.
Entonces vieron cómo se acercaba un camarero a la parrilla, cómo retiraba el llameante
pedazo de carne a un lado, cómo extinguía el incendio con unos cuantos golpes hábilmente
propinados con la paleta.
Luego sirvió el carbón en un plato con lechuga y patatas fritas, salió del mostrador, atravesó
el local en derechura hacia ellos y depositó el plato delante de Andrés. Era la hamburguesa
que él había pedido.
—Pues sí que... —farfulló éste.
Pero el camarero ya se había ido, reclamado por la avalancha de clientes. Andrés escudriñó
el plato con atención: La hamburguesa, achicharrada y consumida, parecía un pedazo de
antracita. Alzó el rostro: desde el otro lado de la mesa, Luisa le contemplaba con ojos de
hielo. Andrés carraspeó, cogió el tenedor, cortó un pedacito de la bola negra.
En el corazón de la hamburguesa se podía ver aún un pequeño residuo de carne rosa.
—Pues mira, no está mal— dijo Andrés, masticando vigorosamente la dura corteza
churruscada.
—No me puedo creer que te vayas a comer esa porquería... —exclamó ella
—De verdad que no está mal. Lo quemado le da un sabor así como... ¿Quieres probarlo?
Luisa sacudió la cabeza con expresión de asco. Y le miraba, oh, sí, cómo le miraba. Le
contemplaba con ese gesto suyo de desdén y censura. Andrés continuó engullendo la
hamburguesa con el mismo talante suicida con que se tomaría un frasco de barbitúricos.
—Sigues igual...—Luisa; y se entendía que quería decir: estas aún peor. —Sigues igual...
¿Por qué no has devuelto esa cosa? ¿Por qué te resignas y te la tomas? Así te va en la
vida...
Y quería decir: así fracasaste, así me perdiste, así me metiste en la cama de otro. Pero no era
verdad. Se metió ella sola. Antes, cuando vivían juntos, Luisa se arreglaba mucho menos. Y
nunca pensó en ponerse lentillas. Se ve que no se sentía en la necesidad de conquistarle.
—¿Y cómo me va en la vida? Estoy estupendamente —se irritó Andrés.
Por un instante pareció que Luisa se disponía a contestarle; pero luego la mujer se recostó
en el respaldo y cerró los ojos con gesto cansado.
Cuando volvió a abrirlos su mirada era triste, casi dulce. Esto era aún peor.
—Si, tienes razón. Perdona, Andrés. Perdona. Es mi manía de ordenarle la vida a todo
el mundo. Bueno, me parece que tengo que irme. Te llamaré cuando me diga algo el
abogado.
En un instante había recogido sus cigarrillos, su encendedor, su bolso, y ya estaba de pie.
Siempre fue muy rápida. Andrés también se puso de pie y la besó con torpeza en ambas
mejillas. Unos besos ligeros, rutinarios: a fin de cuentas, él estaba incluido ahora, para ella,
en la ingente categoría de “todo el mundo”.
—Hasta pronto
La vio alejarse hacia la puerta con su taconeo rápido y airoso. Un par de ejecutivos se
volvieron para contemplarla. Cuando vivían juntos, pensó Andrés, no se arreglaba tanto.
Llevaba el pelo de otro modo, y las gafas de progre. Cuando vivían juntos estaba más fea.
Pero, aún así, tuvo que confesarse Andrés mientras roía la última corteza carbonizada de la
hamburguesa, aún así, la había amado.

CUENTO "ESQUINA PELIGROSA" DE MARCO DENEVI


                
  El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén.   
    Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos. 
    Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombró almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
    -Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería. 
    El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
    Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
    -¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
    El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto. 
     La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.